AUNQUE VIVAS UN SIGLO TRATA DE APRENDER SIEMPRE

Daniel y Luis habían nacido en el año 1940. Cuando abrieron los ojos por vez primera ya estaban preparados para captar a través de sus sentidos muchos de los estímulos que les ofrecía la vida que empezaban a vivir.
Largas lactancias al calor del pecho de sus madres, leche de cabra y sopas de pan conformaban su alimentación básica. Jugaban con todo lo que se ponía a su alcance y cada día iban descubriendo nuevas cosas de su entorno.
En la escuela aprendieron a leer repitiendo una y otra vez las palabras que formaban con las letras del abecedario; luego fueron frases cortas como aquella que tanto les gustaba: “Mi mamá me ama”. También aprendieron las cuentas de sumar, restar, multiplicar y dividir.
Cuando tenían doce años ya estaban aburridos de repetir las mismas lecciones, hacer los mismos problemas de peras, manzanas y trenes que tenían que encontrarse en un punto determinado. Lo que les gustaba era jugar al escondite por las calles del pueblo, dar sustos a los pájaros con sus tiracantos y, entre otras muchas cosas, ir en verano al rio donde habían aprendido a nadar ellos solos.
Cuando tenían catorce años, Luis marchó con sus padres a Barcelona y Daniel se quedó en el pueblo ayudando a su familia en las labores del campo. Fueron pasando los años. Se veían en Semana Santa y en las vacaciones de agosto. El resto del año se comunicaban por cartas y teléfono. De una forma o de otra se  explicaban lo que iban haciendo y lo que cada uno descubría. Daniel le contaba que en el pueblo la vida transcurría como siempre y, poco a poco, su padre le enseñaba las labores del campo  y, de vez en cuando, hacía algunos cursillos con los expertos de Extensión Agraria para aprender a sulfatar, injertar, recolectar, arar con la vertedera, remondar, embasar las cerezas en cajas pequeñas, limpiar el bosque, abonar la tierra y otras muchas cosas. También le tenía al tanto de la evolución de la fauna, sobretodo de los pájaros que anidaban en los alrededores del pueblo.
Luis iba a la universidad y estaba terminando la carrea de medicina. Daniel alucinaba con las cosas que le contaba y cómo se las contaba; pues cuando le explicaba los órganos que tenemos  dentro del cuerpo y de la forma coordinada que funcionan, a Daniel se le caía la baba y le decía: “Jo, Luis. ¿Cómo has aprendido todo eso? Yo no puedo creer que tengamos tantas cosas por dentro. ¿Si a mí me duele la cabeza, tú puedes saber por qué me duele? “.
Luis le quitaba importancia a sus conocimientos de medicina y le decía a Daniel que cada uno aprendemos unas cosas diferentes que él estudiaba medicina y quería especializarse en neurología y se estaba preparando para hacer las cosas bien y ayudar a los demás; pero que un buen agricultor no tiene nada que envidiar a un médico si consigue  buenos productos para ofrecer una alimentación sana. Y acababa diciéndole, mientras le daba unos golpecitos en la espalda: “Pero, Danielito. ¿No te das cuenta de que  yo no tendré clientes si tú no alimentas primero los complicados cuerpos de las personas? 
Ahora Daniel y Luis están jubilados y a sus setenta años no paran de embriagarse de naturaleza con sus paseos diarios. Luis, acostumbrado a utilizar los métodos de investigación, no para de observar todo lo que se le pone delante y un día descubre una florecilla que no conoce, una hierba diferente, un pájaro que no recuerda… Y Daniel, que ha permanecido toda su vida en el pueblo y está saturado de tanta naturaleza, se ha comprado un libro de medicina y  vuelve loco a Luis con su letanía de preguntas.
Un día de primavera subieron, como otras veces, a la piedra de Los Sacritanes. Se sentaron encima del musgo que había calentado el sol de la tarde, y mientras contemplaban el adiós de los últimos rayos de sol, Daniel murmuró sin quitar la vista de la recortada silueta de Los Galayos:
—No sé por qué tenemos que preocuparnos tanto de cosas que no vienen a cuento, a nuestra edad ya tenemos todo hecho.
Luis susurró acariciando las palabras, mientras echaba su brazo sobre los hombros de su amigo: 
—Mientras vivamos siempre hay algo que hacer. Si el corazón no se cansa de latir y no nos olvidamos de respirar, no está mal que: “Aunque vivamos un siglo tratemos de aprender siempre”.
 
Jesús Blázquez García  

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