Los recuerdos de Bernat

Una vez más alzó la vista hacia el cielo azul y el recuerdo de su hermano Josep activó sus octogenarias neuronas.
 Bernat recuerda que por aquel entonces era un niño de ocho o nueve años que vivía junto al rio Ebro con sus padres y su hermano. En un primer momento  no logra evocar con claridad lo que sucedió en aquella época turbulenta, todo aparece envuelto por la neblina con la que los años aíslan el pasado lejano; pero, poco a poco, de entre la bruma surgen algunas imágenes nítidas que se resisten a permanecer en el olvido.
            Rememora aquellas carreras junto al rio buscando un escondite, mientras uno  del grupo contaba hasta cincuenta con la cara tapada; aquel chapotear interminable durante el verano en la orilla del rio; las piedras planas que lanzaban con fuerza sobre la superficie tranquila del agua y saltaban varias veces hasta hundirse definitivamente; las broncas de sus padres porque no se acordaban de volver a casa…, y sobre todo, recuerda muy bien, la vitalidad de su hermano Josep que  era su ídolo y el de todos los amigos de la pandilla. 
            A Bernat aquel rio le parecía un mar y empezó a mirarlo con gran asombro cuando en la escuela el señor maestro explicó que el Ebro era el río más largo y caudaloso de los que nacen y desembocan  en España. Sonríe cuando piensa que la grandeza de aquel rio fascinó a toda la pandilla y les llevó a soñar con realizar grandes hazañas, como los descubridores de América. Construyeron tres balsas con la ayuda de su hermano; pero todas se hundieron al primer intento de navegar.
            Todavía resuena en su cabeza la fiesta que sus padres prepararon cuando Josep cumplió dieciocho años y se empeñaron en celebrarlo de forma muy especial. Invitaron a todos los familiares más cercanos del pueblo y la gran novedad fue la presencia de los tíos y primos de Barcelona que no iban casi nunca a Miravet. Para los niños aquella fiesta derivó en una explosión descontrolada de alegría que se manifestaba en continuas carreras junto a la casa y en la orilla del rio; pero Bernat notaba algo extraño en el ambiente. Los mayores no paraban de cuchichear y su madre estaba muy rara. Como la vivienda era una masía de dos pisos y disponía de amplias cuadras  para guardar las caballerías y  herramientas de labranza, los niños no se cansaban de corretear jugando al escondite. Bernat conocía bien la casa y se escondió en el tablado donde amontonaban el heno, porque estaba seguro de que allí no lo encontrarían. Al cabo de un rato entraron en las cuadras su padre y su tío, el de Barcelona, cerraron la puerta para hablar sin que nadie les molestara e iniciaron una conversación que él pudo oír desde su escondite.
            Su tío decía que la guerra estaba perdida. Los fascistas habían tomado Madrid y avanzaban hacia Teruel y Zaragoza. Los republicanos se batían en retirada y tenían la intención de plantarles cara utilizando como trinchera natural el rio Ebro, por eso  estaban llamando a filas a críos de dieciocho años. Entonces Bernat oyó decir palabras muy extrañas a su padre. Las que mejor recuerda son aquellas que murmuró muy irritado al final de la conversación: “Estos cabrones  llevarán a mi hijo al matadero”.
            Fue un día de primeros de mayo cuando el cartero llamó,  de forma estridente, con el picaporte de la puerta: “Carta certificada de comandancia de Tarragona” —dijo con la cantinela de siempre—. Su madre, que estaba fregando los platos, se secó las manos con un trapo y al apartar la cortina de la entrada apareció con la cara más blanca que la pared recién enjalbegada. No abrió la carta y lloró como nunca Bernat la había visto llorar.  Su padre también mostraba gran pesar, pero no tuvo más remedio que abrir aquella carta y leyó con voz entrecortada: “Josep Domènech Pujol debe presentarse en la plaza de La Paz de Barcelona el día veinte de mayo con los siguientes enseres: una manta, un plato, una cuchara y calzado en buen estado”. Al terminar de leer murmuró, como si de una oración desesperada se tratara: “En la plaza de La Paz, de La Paz, de La Paz. ¡Qué ironías tiene la vida!”
             Bernat recuerda perfectamente el día que su hermano salió de Miravet, acompañado de su padre. En una especie de macuto que su madre le había hecho con un trozo de lona, llevaba los bártulos que le pedían en la carta y un pan redondo relleno de chorizos y torreznos. En la estación de Tarragona esperaba un tren preparado para todos los reclutados de la zona y cuando se llenó hasta los topes, emprendió una cansina marcha hacia Barcelona. Su padre, con el corazón encogido, le despidió desde el andén  brazo en alto y  puño cerrado, mientras se le humedecían los ojos y una frase martilleaba la zona más sensible de su cerebro: “Los llevan como corderos al matadero”.
En una carta que Josep escribió una semana más tarde, contaba que estaba haciendo prácticas de remo en  la Barceloneta con barcas de pescadores.  Comentaba que no entendía nada de lo que estaba pasando a su alrededor, sobre todo se sentía  desconcertado por aquellas prácticas de navegación que le recordaban las barquitas que utilizaban para cruzar el rio Ebro.
  Bernat  se enteró de que su hermano volvería para luchar en el frente del Ebro y lo primero que pensó fue en las batallitas que organizaba con la pandilla; pero por lo que escuchaba detrás de las paredes sus padres estaban muy preocupados, lo que le hizo pensar que se trataba de algo que nada tenía que ver con aquellos juegos.
            Cuando empezaron a llegar las columnas brigadistas a la zona, los padres de Bernat recorrieron todos los pueblos cercanos al rio buscando a Josep. Desde que marchó a Barcelona sólo habían recibido una carta y la angustia no les dejaba vivir. Poco a poco las esperanzas de encontrarlo se desvanecían entre aquel caos de milicianos que se movían de un lado para otro con la derrota escrita en sus rostros.
            Desde lo alto del pueblo se divisaba un gran trecho del cauce del rio, las aguas parecían tranquilas; pero la muerte estaba agazapada en sus orillas,  ávida por teñir de rojo su caudal. Los primeros días fueron pequeñas escaramuzas salpicadas de disparos, luego los aviones alemanes iban haciendo de aquella corriente de agua, una gran tumba líquida donde se hundían los cuerpos sin vida de los novatos remeros iniciados en la Barceloneta.
            Al revivir aquellos días el rostro de Bernat palidece. Cada avión que sobrevolaba el pueblo era como la reja incandescente del arado que el odio clavaba en las entrañas de sus padres. Se imaginaba a su hermano tratando de cruzar, entre la oscuridad más negra de la noche, aquel rio que tantas veces había atravesado a plena luz del día. 
            Josep había desaparecido para siempre. La guerra terminó y nada volvió a ser como antes. Sus padres ya no lloraban porque se les había secado el manantial de donde nacen las lágrimas; pero lo que más le dolía a Bernat era que en su casa apenas hablaban de su hermano. Más tarde supo que el recuerdo de los vencidos tenía que hacerse en silencio, ya que no podían molestar a los triunfadores con sus lamentos.
            Bernat alzó de nuevo la vista hacia el cielo. Vio que todavía lucía un azul luminoso y en aquel momento recordó la figura de su hermano junto al rio, lanzando una piedra plana que saltaba sobre la tranquila superficie del agua; esperaba que se hundiera para siempre, pero sobrevoló los horribles recuerdos de la historia y fue adentrándose suavemente en el inmenso infinito. 


                                                                                              Jesús Blázquez García

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